El apuesto don Juan de Austria, hijo natural de Carlos V y la alemana Bárbara Blomberg, fue según muchos quien heredó las cualidades del emperador. Derrotó a los turcos en Lepanto y quiso hacerse con el trono de Inglaterra, pero su medio hermano Felipe II tenía otros planes para él. Lo envió como gobernador a Flandes, donde se vio envuelto en turbias intrigas y murió de tifus a los 31 años.
Con apenas 25 años después de haber realizado grandes gestas como la victoria sobre los moriscos en la rebelión de Granada, comandó la flota cristiana que derrotó a los turcos en Lepanto. Toda Europa lo celebró como su salvador. Pero siete años después moría en Flandes, en un humilde palomar, sin haber podido realizar sus grandiosos proyectos. Don Juan de Austria fue fruto de los amores fugaces del emperador Carlos V con una joven alemana. Su padre no le reconoció públicamente como hijo suyo, y sólo hizo que lo trasladaran a España cuando tenía cinco años para ponerlo al cuidado de una modesta familia de Leganés que le dio una educación despreocupada. Tres años después se descubrió oficialmente el secreto a voces de la paternidad del muchacho, después de que éste visitara a su progenitor en el monasterio de Yuste, adonde Carlos V se había retirado tras abdicar de sus títulos.
Fue entonces cuando pasó a llamarse don Juan de Austria. Felipe II, su medio hermano, le puso casa propia y le tuvo desde el principio un cierto cariño como miembro de la familia real, de la que ahora ya formaba parte por derecho. Aunque siempre le negó el tratamiento de alteza y tampoco le permitió ostentar la dignidad de infante. El siempre desconfiado Felipe le nombró nada menos que capitán general de las fuerzas cristianas en la lucha contra los moriscos sublevados en Granada, en 1568. La dureza que demostró en la toma de Galera fue una mancha negra en su brillante historial como héroe, aunque jamás repitió una actuación semejante. De aquel conflicto salió con una importante aureola de pacificador victorioso.
Su triunfo representó un éxito en la corte, pero le aguardaba un reconocimiento mucho mayor en Europa. Pese a su juventud, don Juan fue nombrado comandante de la flota aliada de la Santa Liga (alianza de las fuerzas navales del papado, Venecia y España para luchar contra el todopoderoso Imperio otomano); el piadoso y decidido Pío V estaba convencido de que era el hombre elegido por dios para defender a la Cristiandad. La batalla naval de Lepanto (la más grande de su época) lo consagró como el héroe del momento.
Se había ganado un puesto entre los grandes capitanes desde la Antigüedad. Más allá de sus indudables dotes físicas y de que fuera el personaje admirado por dos pontífices sucesivos (Pío V y Gregorio XIII, que le agasajaron por sus grandes servicios a la fe), para el alimento de la leyenda estaban también su carácter extraordinariamente abierto, una personalidad cautivadora que destacaba más en él que su propia inteligencia o talento militar. Y, por supuesto, su innegable generosidad, especialmente con los vencidos y con los humildes, al estilo de los héroes clásicos. Años más tarde, don Juan de Austria fue nombrado gobernador de los Países Bajos. Pero aquella decisión se convertiría, a la postre, en una trampa mortal. Para don Juan, el único interés de ese cargo estribaba en las posibilidades que le daba para optar a la corona de Inglaterra, pero llegó a aquellas tierras en el peor momento, poco después del terrible saqueo de Amberes por las fuerzas españolas, en noviembre de 1576.
Al final, de Inglaterra, nada; según Felipe, había que firmar la paz con los flamencos. Por si eso fuera poco, don Juan se enteró después del fatal asesinato de su fiel secretario Juan de Escobedo en Madrid. Esta impactante noticia demostraba que su hermano le había retirado la confianza y hasta el afecto. El tifus hizo presa en su joven cuerpo de 31 años y, en un modestísimo palomar, adecentado a duras penas para la ocasión dentro de las circunstancias extremas que deparaba la guerra, pasó sus agónicos últimos días, hasta expirar el primero de octubre de 1578.